No era una playa grande. Estaba
enmarcada entre dos colinas coronadas de hierba que se adentraban en el mar. A
la izquierda, una de las colinas cortaba bruscamente la cala como un muro de
roca oscura y a la derecha, la arena daba paso a un numeroso conjunto de
piedras de suaves tonos marrones y ocres sobre las que se alzaba la empinada
ladera de la segunda colina. En ella, el marrón de las piedras terminaba
repentinamente en el verde intenso de la hierba que daba color a la elevación. La
primera colina se adentraba suavemente en el mar y moría tan sólo a unos cien
metros de la costa, mientras que la segunda se erguía imponente sobre el mar
formando un hermoso acantilado. Dos construcciones se mantenían en este
promontorio: la primera, de la que sólo quedaba un muro en ruinas, en la cima;
la segunda, aún íntegra, se incrustaba a la perfección en la roca del
acantilado, resguardada del peligro. El mar se aclaraba ligeramente a su
entrada en la playa. Las olas morían a la derecha, contra la roca, y llegaban
entre tranquilas y agonizantes a la orilla.
Era ya final de verano y las temperaturas
bajaban poco a poco. La playa estaba vacía, de no ser por una joven que sale del agua. Lleva los pechos al descubierto y estos son proporcionados y
redondos, realmente hermosos. Camina entre las rocas por el lateral del prado y se sienta
en una piedra grande. Sus movimientos son armónicos y serenos: se advierte que ha sido
bailarina por su espalda, constantemente erguida, y la elegancia con que mueve
las caderas. Allí, con los pies cubiertos de arena, toma un bolígrafo y un pequeño cuaderno que descansaban en la
roca vecina e intenta escribir algo; esboza algunas ideas que cree buenas, todas relativas al mar, busca algún hilo conductor que las una y, sin embargo, acaba por aborrecerlas.
Se niega a escribir algo que no sea brillante.
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