domingo, 10 de noviembre de 2013

Nada salvo tú (29 de marzo de 2013)


No tengo nada que escribir.

No puedo hacer nada
más que retratarte
una vez y otra
dándote la vuelta,
buscando el ángulo exacto
en el que incide la luz
para aprenderte.

Estás llena de pliegues,
de sombras.
Yo sé que no son más
que los vacíos
que deja la luz
en el tiempo
antes de ser descubierta
o creada.
Y a ello dedico mi labor:
te escribo.

Pero siempre pasa
que el resultado no
está a la altura;
las palabras que elijo
para darte nombre
no son más que palabras:
apelan a tu mirada
pero no me miran
y describen con
precisa exactitud
desde la tonalidad de tus labios
hasta la naturaleza de tus sueños
y, sin embargo,
no me besan
ni me sueñan
como tú lo haces.

Esta vana pretensión
de darte nombre
se me hace, entonces,
paradójica.

Por un lado, la palabra.
Por otro, tú.
Y sin embargo necesito
hacerte palabra como
si así te hiciera mía
y más real.
Tal vez,
para evitar que escapes.
Sin asumir
que hay una sola cosa cierta,
tan cierta y concreta
que puedo amarla
como a las palabras
(salvando una circunstancia:
a ti puedo hacerte el amor).

No tengo nada que escribir:

                                                ya eres.


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