miércoles, 20 de noviembre de 2013

Estudio de la musca domestica

Las últimas moscas
que nacen antes del invierno
ignoran que no es ése su tiempo
y no saben más vida
que la inoportuna:
                            aquella que les ha tocado.
No tienen culpa de su condición;
las moscas no conciben el pecado
por original que sea.
Son, por tanto,
de inocente naturaleza.
Desconocen la moral.

Estos seres no pueden justificar –a diferencia
de ciertos mamíferos más afortunados–
su torpe existencia
mediante religión o mitología alguna.
Acostumbran a revolotear, atontadas
por las bajas presiones y el frío
y a menudo gustan de buscar
una calidez a la que aferrarse

( algunos creen que esta costumbre suya
es, sin duda, el colmo de la insolencia;
otros –los más benévolos–
no atribuyen a la insolencia
lo humildemente atribuible al desaliento):

Se alimentan de las sobras
de lo ya sobrante.
Mueren con facilidad y, en ocasiones,
incluso con insistente frecuencia,
pero sus cuerpos nunca aparecen
y se desconoce a dónde van a parar
tan diminutos cadáveres:

una vez se van
    parecen no haber existido
                                            nunca.

Rara vez dejan rehenes,
se desconoce si padecen del recuerdo
y frecuentan los sitios donde ha muerto algo.
Se definen a sí mismas como agónicas,
se identifican con el silencio.

Aquellas que sobreviven
dedican el otoño a buscar rincones oscuros
o amarillentos en los que mantener
su latente y anodina existencia
y anidan en armarios, cajones o álbumes de fotos
e incluso en los huecos que quedan
entre los engranajes de los relojes antiguos:
allí, dentro de los minutos,
quedaron algunas
                eternamente.

Al ser las últimas en nacer,
suelen ser también las últimas
                                               en morir;
                y son, tristemente, para algunos
                una acertada metáfora
                                                 de la esperanza.


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