A Nacho Huete
Qué pobres son aquellos
que solo tienen el dato objetivo,
la prueba empírica,
un cerebro y unas manos
y unas vísceras y unas hormonas
que causan algunas cosas
(todas ellas con una
explicación perfectamente racional).
La razón es para ellos
la pura constatación de un hecho
material,
de una realidad
ponderable
y no el elemento mismo
de la trascendencia.
Qué pobres son aquellos
que se llevan por las cifras.
Ellos ven el futuro como un contrato
y algún día tendrán hijos
y les dirán que sean alguien
–como si no tuvieran
ya un nombre–
y tendrán una pareja
con la que sobrellevar
la rutina
y quizá un amante –al que
tampoco amen– que les pula
los anhelos y su intrínseca
cornamenta.
La lluvia les molestará
para ir al trabajo. Yo les veo,
en ocasiones,
refunfuñar bajo el paraguas
y consultar sus relojes caros
de pulsera
como si el tiempo fuera oro
–qué pena– y no algo
de valor.
Llegan holgadamente a fin de mes.
Se marcan metas para mantenerse
entretenidos.
Ellos consideran que la vida
es no más que el acto de estar
vivos.
Y a ellos vendrá la muerte –como a
todos los de su especie– salvo
que su lápida será más bella
y familiares enlutados
llorarán comedidamente
su muerte minúscula
y dirán que era bueno,
que cuidó de los suyos
(queriendo decir, quizá,
de lo suyo),
que nunca dijo una palabra
más alta
que otra
sin saber que se fue pataleando,
muerto de miedo y de fracaso
porque intuyó seguramente
que el mundo había pertencido
siempre
a los otros:
a los que perdieron
horas de sueño para ganar
horas de vida
y soñaron
y nunca dejaron de amar
con entrega
ni permitieron que las utopías
cotizaran a la baja en la bolsa
y los maletines de los hombres
que llevan nuestra soga por corbata.
Esos, los realistas,
son los más pobres:
no tienen más
que la realidad.
El mundo les venció
de antemano.
Porque el mundo es –insisto–
de los otros:
de esos a los que se acusa
de vivir de sueños
como si fuese más real y más digno
vivir de lo tangible,
de esos a los que se acusa
de revolucionarios
por pedir justicia y libertad y algo
de pan para todos
y miden la vida en la medida justa
de la vida:
la alegría.
El mundo no pertenece
ni perteneció jamas
a los que se conforman
con el mundo. Ellos piensan
que solo tienen la realidad
y –lo que es peor–
que la realidad es no más
que la realidad.
Pero la vida –y nosotros
lo sabemos bien– pertenece
por derecho
al que la vive y se desvive,
al que sabe
que tal vez no todo sea posible
pero que si por algo merece la pena
nacer y crecer y reproducirse
y llorar de angustia y llorar de alegría
y tratar de no morirse
es por intentar hacer un sitio en el mundo
para la esperanza.
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