Hay días en los que añoro realmente
algo indefinido
y odio desde el rincón más sangrante
de mi ser
y de mi duda
la tediosa burocracia de cruzar las puertas
para entrar o salir
–más aún: odio entrar o salir–.
Odio también las palabras prescindibles,
la búsqueda de las que no lo son
e incluso el silencio,
que no es otra cosa sino
una interrogación constante,
amenazante y no por ello menos cobarde,
incitándome a ser tan sólo
por no apestar a él.
Hay días en los que odio mi cara,
tan transparente, tan cristalina,
que todos ven en mí lo que soy:
frágil proyecto de hombre
y no Yo.
Hay días en los que añoro
realmente,
algo indefinible:
un color hasta ahora inédito,
una verdad irreprochable,
un solo hombre que no odie
desde el rincón más sangrante de su ser
y de su duda
algo –no sé, tan solo añoro–
indefinido,
inevitablemente indefinible.
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